domingo, 5 de octubre de 2014

GUÍA DE PECADORES

El asunto de actualidad más grave que nos afecta es, sin duda alguna, la recesión. Y en verdad que lo es, porque la desmesura de ladrillo y cemento que se ha empleado por todas partes, no ha dejado un solo metro libre donde plantar un árbol, ni espacio suficiente para el cultivo de plantas aromáticas que puedan deleitarnos con sus fragancias, como ocurría antes en Murcia. Al día de hoy ya no existe recesión, sino que han dado en quiebra absoluta todos los olores que antes invadían esta tierra por primavera y verano.

            Anoche, sin embargo, me llegó como una explosión repentina, la fuerte brisa del aroma del galán o dama de noche. Su olor de noble dama acompañante del caluroso nocturno estival, llega a borbotones de mística e intensa sensualidad. Es el anuncio de la plenitud del verano.

            Verano, verano mío, no declines, cantaba Gabriela D’Anunzio, ya que habría querido que no se acabara nunca. El verano nos llena de vida y es un tiempo concedido para el hedonismo. El paraíso perdido murciano que puebla mi memoria, era un lugar donde la búsqueda del placer de los sentidos era no sólo posible, sino necesaria.

            Aromas procedentes de lugares recónditos del minúsculo jardín o del humilde macetero, como la hierbaluisa y la hierbabuena, la lavanda, el tomillo y el romero. Pero tengo para mí que la trilogía estelar de los olores veraniegos se ordenan de esta manera: el galán durante la noche cerrada, el jazmín, que es el príncipe de la mañana y nos saluda jubilosamente con las primeras luces y la claridad húmeda del nuevo día hasta que el sol inicie su plenitud, y en tercer lugar la alábega murciana a la que los árabes pusieron por nombre albahaca. La alábega tiene una particularidad y es que para disfrutar plenamente su aroma, nos exige la suave imposición de la palma de la mano, agitando livianamente sus firmes tallos desprovistos de su cimera de flor. Ahora en la atardecida veraniega, me está persiguiendo el recuerdo de la vizuaga malagueña que alguna vez regalo a mi mujer haciendo un pomo formado por jazmines ensartados, con estas pequeñas flores blancas, tan olorosas.

La higuera no es prodiga olores porque su fruto tiene una poderosa vida interior y es además árbol fecundo que desarrolla la virtud de la abundancia y la fertilidad. Debo dejar citada aquí también la sensación que producían en el olfato las emanaciones primaverales de Murcia con la llegada de esa estación y que se desparramaban pródigamente, persiguiéndote por calles, huertos y bancales. El alhelí con sus fragancias jardín, es el heraldo de la primavera, mientras que el azahar forma un inmenso ejército que bombardea los perfumes que desprenden las flores del limonero y el naranjo. El aroma del alhelí siempre lo vinculé al frescor de la alfalfa, quizás porque ambos se cultivaban en tablas gemelas que se regaban a manta. A la primavera también pertenecen el árbol del paraíso y los claveles y clavelinas que por culpa de la recesión tampoco huelen ahora.

            Para determinadas personas, sus olores preferidos no proceden necesariamente de plantas fragantes. Alfredo Marqueríe con quien compartía yo mi afición por el circo, me decía que los suyos eran tres: el olor a selva, a circo y a vieja imprenta; mientras que Leocadio Mejías, - hombre brillante donde los haya, - que escribió mi biografía hasta los veintiún años y que publicó por capítulos en su contraportada el periódico “Madrid”, dinamitado por el franquismo años después, mantenía que sus olores preferidos eran sólo dos: el de las volutas de humo de los cigarrillos Chesterfield que fumaba y el de la colonia Alvarez Gómez, el perfume de la melancolía.

            Ahora que caigo. A estas alturas del artículo aún no les he explicado por qué lo titulo “Guía de Pescadores”. Desde luego es para orientarles y recomendarles que pequen desordenadamente y con exceso en el disfrute de todas las fragancias y perfumes hasta llegar a la extenuación y sin hacer el más mínimo caso de Fray Luis de Granada que nos prohíbe el deleite de los olores porque “traerlos oser amigo de ellos, además de ser muy lascivos y sensuales es cosa infame, y no de hombre sino de mujeres, y aún no de buenas mujeres”. Atendamos mejor al Génesis, que nos narra que Yavé Dios plantó un jardín en el Edén, al oriente, y allí puso al hombre a quien formara, e hizo brotar en la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar. Por ahí va la cosa.

            Cuenta Azorín en “El árbol viejo” que los vegetales están dotados de sensibilidad. Un árbol, se contrae cuando se le golpea; los tejidos de una planta tienen verdaderas pulsaciones, y al morir, experimentan una especie de espasmo. Aún me emociono recordando cuando contaba Saramago en una entrevista, refiriéndose a su abuelo, un campesino analfabeto y paupérrimo que se levantó de su lecho de muerte y se abrazó llorando a los árboles de su huerto, para despedirse de ellos y de la vida.

            También yo quisiera arbolecerme, hacerme árbol fragante, pero si esa alta dignidad no pudiera alcanzarla, querría convertirme al menos en humilde albahaquero, que es el tiesto donde se siembra la albahaca para que germine y brote, y si eso tampoco pudiera ser, me gustaría morirme, no en el olor de santidad, sino que mi aura desprendiese el perfume de la tierra mojada.

            Toda la verdad es esta. El pensamiento de los hombres cambia, las convicciones políticas se desvanecen, las ambiciones más deseadas se abandonan sin esfuerzo, la imagen que nos devuelve el espejo es la de un ser desconocido, mientras que los perfumes, aromas y fragancias, los sabores y los sonidos, permanecerán siempre intactos e inmaculados en lo más profundo de nuestro templo interior.


            Vean ustedes mismos si no es para estar preocupados por la grave recesión de olores que sufrimos en la actualidad. Mejor, que Zapatero y Rajoy ni se enteren. Sería peor aún. Y usted y yo, a pecar.

SAAVEDRA FAJARDO

En mi personal altar mayor de la mas gloriosa murcianía, tengo entronizados a Salzillo, al Cardenal Belluga y a Saavedra Fajardo, - murcianos de nacimiento o adopción -, como las estelas más vigorosas de nuestra historia. Hace unos días se han inaugurado las exposiciones que exaltan la figura y obra de D. Diego de Saavedra Fajardo, nacido en Algezares en 1584, el más grande de su época; más aún que Richelieu y Mazarino, me apunta mi amigo el Profesor Javier Guillamón Álvarez. Sin embargo, me pregunto qué Saavedra es más sobresaliente: el autor de “Idea de un Príncipe Cristiano”, con toda su excepcional calidad literaria y de pensamiento, o el otro Saavedra Fajardo, hombre, político y diplomático, defensor de los intereses de una España en declive, el que asume la responsabilidad de las negociaciones secretas de Munster que condujeron a poner punto y final a la Guerra de los Treinta Años.
Hago esta matización diferenciadora entre escritor y diplomático, porque la primera ocupación sólo le requirió lucidez, serenidad, papel y pluma, mientras que la segunda, política y diplomática, pertenece a ese ámbito proceloso, y a veces sombrío, donde se fraguan frecuentes traiciones y deslealtades. Es la misma historia siempre, el mismo río que pasa, como dice el poeta.
Saavedra Fajardo fue víctima de una traición política de gran calado que tramaron y auspiciaron, entre otros, sus dos inmediatos Plenipotenciarios Gaspar de Bracamonte Conde de Peñaranda y Antón Brun, el joven al que Saavedra promociona y ayuda desde sus inicios en la vida diplomática.
Las negociaciones de Munster duran desde 1642 a 1648. Felipe IV nombró Plenipotenciario a Saavedra Fajardo en 1643. A mediados de 1645 lo cesaron y fue precisamente el de Bracamonte el que le entregó en mago el cese, porque entonces no había teléfono. Esos tres años restantes de su vida, hasta el 24 de agosto de 1648, en que muere, son los que más me interesan y me pregunto como sobrellevaría la soledad del hombre público.
No alcanzo a comprender como no se le ocurre volver a Murcia, de la que falta desde su primera juventud. Desde luego no me parece una posibilidad remota en un hombre que amó tanto a la tierra que le vio nacer, y que toda su vida, pese a la lejanía, nunca se olvidó de ella y a la que tiene informada de sus andanzas y mudanzas a través de escritos a su Concejo.
Estas observaciones son las que debilitan, a mi juicio, un empeño tan importante como lo que significa esta Conmemoración. La escasez e inconsistencia expositiva de toda la abundante documentación existente de toda la etapa de las negociaciones de Munster, en el Almudí.

Quizás juegue con ventaja porque tengo una joya muy preciada, consistente en dos voluminosos tomos que contienen todos los memorando, cartas e instrucciones de las negociaciones secretas relacionadas con la Paz de Munster. Compré esta obra en Bruselas justo durante las horas en que tuvo lugar el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono de EEUU, y esta ciudad, sede del Cuartel General de la OTAN,  se encontraba blindada ante el temor a otro ataque aéreo. El ruido de los aviones militares era estremecedor. Las calles estaban desiertas, y yo casi en solitario, caminaba con dos pesadas bolsas, una en cada mano, por las empinadas aceras que conducen desde la Rue de Midí hasta el Gran Sablón. Nada temía. Llevaba conmigo la tolerancia, la idea de Europa, los sueños de paz y convivencia, y también la ideología vencida y la derrota de la postura española defendida con razón y vehemencia por un paisano mío: D. Diego de Saavedra y Fajardo. Era el 11 de Septiembre de 2001.