domingo, 5 de octubre de 2014

SAAVEDRA FAJARDO

En mi personal altar mayor de la mas gloriosa murcianía, tengo entronizados a Salzillo, al Cardenal Belluga y a Saavedra Fajardo, - murcianos de nacimiento o adopción -, como las estelas más vigorosas de nuestra historia. Hace unos días se han inaugurado las exposiciones que exaltan la figura y obra de D. Diego de Saavedra Fajardo, nacido en Algezares en 1584, el más grande de su época; más aún que Richelieu y Mazarino, me apunta mi amigo el Profesor Javier Guillamón Álvarez. Sin embargo, me pregunto qué Saavedra es más sobresaliente: el autor de “Idea de un Príncipe Cristiano”, con toda su excepcional calidad literaria y de pensamiento, o el otro Saavedra Fajardo, hombre, político y diplomático, defensor de los intereses de una España en declive, el que asume la responsabilidad de las negociaciones secretas de Munster que condujeron a poner punto y final a la Guerra de los Treinta Años.
Hago esta matización diferenciadora entre escritor y diplomático, porque la primera ocupación sólo le requirió lucidez, serenidad, papel y pluma, mientras que la segunda, política y diplomática, pertenece a ese ámbito proceloso, y a veces sombrío, donde se fraguan frecuentes traiciones y deslealtades. Es la misma historia siempre, el mismo río que pasa, como dice el poeta.
Saavedra Fajardo fue víctima de una traición política de gran calado que tramaron y auspiciaron, entre otros, sus dos inmediatos Plenipotenciarios Gaspar de Bracamonte Conde de Peñaranda y Antón Brun, el joven al que Saavedra promociona y ayuda desde sus inicios en la vida diplomática.
Las negociaciones de Munster duran desde 1642 a 1648. Felipe IV nombró Plenipotenciario a Saavedra Fajardo en 1643. A mediados de 1645 lo cesaron y fue precisamente el de Bracamonte el que le entregó en mago el cese, porque entonces no había teléfono. Esos tres años restantes de su vida, hasta el 24 de agosto de 1648, en que muere, son los que más me interesan y me pregunto como sobrellevaría la soledad del hombre público.
No alcanzo a comprender como no se le ocurre volver a Murcia, de la que falta desde su primera juventud. Desde luego no me parece una posibilidad remota en un hombre que amó tanto a la tierra que le vio nacer, y que toda su vida, pese a la lejanía, nunca se olvidó de ella y a la que tiene informada de sus andanzas y mudanzas a través de escritos a su Concejo.
Estas observaciones son las que debilitan, a mi juicio, un empeño tan importante como lo que significa esta Conmemoración. La escasez e inconsistencia expositiva de toda la abundante documentación existente de toda la etapa de las negociaciones de Munster, en el Almudí.

Quizás juegue con ventaja porque tengo una joya muy preciada, consistente en dos voluminosos tomos que contienen todos los memorando, cartas e instrucciones de las negociaciones secretas relacionadas con la Paz de Munster. Compré esta obra en Bruselas justo durante las horas en que tuvo lugar el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono de EEUU, y esta ciudad, sede del Cuartel General de la OTAN,  se encontraba blindada ante el temor a otro ataque aéreo. El ruido de los aviones militares era estremecedor. Las calles estaban desiertas, y yo casi en solitario, caminaba con dos pesadas bolsas, una en cada mano, por las empinadas aceras que conducen desde la Rue de Midí hasta el Gran Sablón. Nada temía. Llevaba conmigo la tolerancia, la idea de Europa, los sueños de paz y convivencia, y también la ideología vencida y la derrota de la postura española defendida con razón y vehemencia por un paisano mío: D. Diego de Saavedra y Fajardo. Era el 11 de Septiembre de 2001.

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